CAPITULO VII
LA EXPEDICION
Aquella misma tarde el profesor Palmer reunió en su despacho a los que integrarían la expedición, para exponer el plan de la misma y escuchar sus sugerencias. La expedición la formarían doce personas en total y se realizaría en dos coches-oruga tipo “Weaver”, dos tractores Ferguson dotados de media tracción de oruga en las ruedas posteriores, y un jeep estanco. Los doce componentes de la misma ya se conocían, por haberse reunido todos los días durante tres semanas en el comedor común de la Misión. Además, del profesor Palmer, Marga y Jorge, formaban la expedición Mr. Heathfield, que se encargaría de manejar los aparatos de radio; José Fernández, el camarero, que prepararía las comidas calientes y las serviría; los conductores de los dos “Weavers”, llamados Smith y McLaughlin, con sus respectivos mecánicos, DuPont y Reeves, los conductores de los dos tractores, Whittaker y Adams (este último era también arqueólogo) y por último el conductor del jeep estanco, el arqueólogo italiano Moravia. Por las noches, Marga y Jorge dormirían en un “Weaver”, separados por un tabique de Smith y DuPont; el profesor Palmer, Mr. Heathfield y Fernández dormirían en el otro “Weaver”, con McLaughlin y Reeves y los demás miembros de la expedición dormirían en los respectivos vehículos que conducían. Durante el mes y medio que durarla aproximadamente la expedición, al frente de la Misión se quedaría Richardson.
Después de limpiar su mesa de objetos y libros con ayuda de Marga y Jorge, que los fueron depositando en una estantería de la derecha, el profesor Palmer extendió sobre la mesa un enorme planisferio de Marte. Tomando un lápiz, rojo, trazó una cruz en un punto occidental de la Gran Sirte.
—Aquí está la Misión —dijo a las once personas que rodeaban la mesa, contemplando atentamente el mapa—. Aproximadamente a los 20° de latitud Norte y a los 290 de longitud Este. Seguiremos esta ruta hacia el Sur, siguiendo casi exactamente nuestro meridiano... o sea el 290, remontando todo el lado occidental de la Gran Sirte hasta llegar al desierto de Helias, a los 30° grados de latitud Sur, aproximadamente, siguiendo hasta los 40° por el mismo meridiano, hasta alcanzar el oasis de Peneus. La expedición británica de 2015 no siguió este camino; utilizó la ruta oriental del Mare Hadriacum y tenía su base en el desierto de Eridania, situado aún más al Este.
—¿Qué cree usted que pudo haberles su cedido, profesor? —preguntó Reeves, el mecánico.
—Si lo supiese, no habría necesidad de averiguarlo —repuso Palmer—. Esto es lo que intentaremos hacer nosotros.
—¿Eran muchos? —preguntó DuPont, el otro mecánico.
—¿Exactamente, corno nosotros: doce, con la diferencia de que en la expedición figuraban dos mujeres y no una: Mrs. Elphinstone, la arqueóloga, y una tal miss Joyce, cuya pre-sencia en la expedición nunca me expliqué satisfactoriamente.
—Quizás los raptaron los marcianos —dijo Whittaker en son de chanza.
Nunca una broma estuvo más cerca de la verdad.
La expedición partió a las 6,10 de la mañana siguiente, provista de toda clase de pertrechos, equipo arqueológico y víveres para tres meses, pues era norma del profesor Palmer que el margen de seguridad duplicase siempre el tiempo calculado para una expedición. Los vehículos estancos llevaban su propio equipo generador de aire, depósitos de calsodada para la purificación de la atmósfera y fijación del C02 residual, y un modernísimo equipo para la regeneración y aprovechamiento de los residuos orgánicos, en especial de los líquidos, con lo que el problema del agua quedaba prácticamente resuelto. Así, la expedición gozaba de una autonomía prácticamente ilimitada, pues con las raciones de emergencia que transportaba podía sobrepasarse incluso ampliamente el límite de tres meses fijado como margen de seguridad.
La expedición se alejó de la Misión en fila india. Abría la marcha el jeep, con Moravia al volante, seguido por un tractor Ferguson, conducido por Whittaker. Luego venían los dos “Weavers”, en el primero de los cuales viajaba el profesor Palmer, y cerraba la marcha el tractor conducido por Adams. Los vehículos seguían la orilla occidental de la Gran Sirte, inmensa extensión cenagosa, cubierta de musgos y líquenes, que se extendía a su izquierda hasta perderse de vista en el lejano horizonte. A su derecha se extendían las rojizas arenas del desierto y entre éste y la Gran Sirte quedaba una faja de terreno relativamente sólido y liso, que utilizaban los vehículos de la expedición Rockefeller. Según había dicho el profesor Palmer a Marga y Jorge, la Gran Sirte era el fondo semidesecado de un antiguo mar, cuyas orillas ellos entonces recorrían.
A la noche del primer día los expedicionarios ya se hallaban a 350 millas de la Misión, habiendo hecho sólo una breve parada de tres cuartos de hora para almorzar. El paisaje no había cambiado: a su izquierda se extendían las cenagosas aguas de la Gran Sirte, de un color verdoso y amoratado, y a su derecha las rojizas arenas del desierto, levemente onduladas. La orilla de la Gran Sirte se extendía recta ante ellos, hasta perderse en el infinito. Por occidente, el sol se ponía entre unas alargadas nubes violáceas. Todo el horizonte parecía de fuego, por aquel lado. Por el Este brillaban ya las estrellas en un cielo intensamente negro. Una súbita brisa vespertina hacía remolinear a la arena y la lanzaba en súbitas ráfagas contra las paredes blindadas de los vehículos, en las que rebotaba como granizo. Las aguas de la Gran Sirte, heladas, despedían reflejos cegadores, heridas por los débiles rayos del sol poniente.
—Ahí afuera debe de haber por lo menos una temperatura de 30° bajo cero —dijo Jorge a Marga—. A la caída de la noche, la temperatura desciende con rapidez en Marte, y de los 10º sobre cero diurnos bajamos sin transición a estas temperaturas polares.
Ambos se hallaban cómodamente arrellanados en las dos butacas fijas del “Weaver”, gozando de una agradable temperatura de 22° centígrados. Smith paró el vehículo, y levantándose, abandonó el puesto del conductor, seguido por DuPont. Ambos pasaron a la parte posterior del vehículo y se sentaron en los bancos adosados a la pared.
—Debe de estar cansado, ¿eh? —dijo Marga a Smith—. Ha estado conduciendo durante diez horas, casi sin parar.
—¡Psché! —exclamó Smith—. Aún podría conducir otras diez más.
Smith era un hombre recio y corpulento, a diferencia de DuPont, el mecánico, un hombrecito enteco, natural de Nueva Inglaterra.
A los pocos momentos, DuPont miró por la ventanilla lateral del vehículo.
—Creo que ahí viene José con la cena —dijo.
Una figura enfundada en un traje del espacio y transportando una especie de maleta se acercaba al vehículo. DuPont se apostó junto a la pequeña escotilla provista de doble compuerta que se utilizaba para entregar y recoger objetos, y esperó. A los pocos instantes se encendió una luz verde sobre la escotilla. Abriéndola, DuPont retiró de su interior una caja cuadrada, que se cubrió instantáneamente de escarcha. Apretando un botón en uno de sus lados la caja se abrió y de ella el mecánico sacó cuatro termos y otras tantas fiambreras calientes.
—José ha trabajado bien —dijo, satisfecho, abriendo una de las fiambreras y olfateando su contenido.
Después de cenar, los cuatro tripulantes del vehículo evacuaron por turno sus más urgentes necesidades fisiológicas en el cubículo estanco, desodorizado y a prueba de sonido, colocado en la parte trasera del “Weaver”. Cada vehículo poseía un dispositivo semejante, de más reducidas proporciones en los tractores y el jeep, pero igualmente útiles y conectados directamente con el sistema de regeneración de desperdicios y heces.
Después, todos se acomodaron en las reducidas literas, para pasar la noche lo mejor posible.
Así prosiguió el avance, día tras día, hasta que la Gran Sirte dio paso al desierto marciano de Helias. La expedición avanzó siguiendo la orilla de un antiguo canal, que cruzaba en línea recta el desierto de Norte a Sur, para unir el Pencus con la gran Sirte. Al segundo día de marcha por el desierto les sorprendió la tempestad de arena. Esta avanzaba como un muro amarillo, impelida por los vientos del Oeste.
—Es como la que vimos desde el avión, con la diferencia de que entonces estábamos en un palco —observó Marga— y ahora la vemos desde una butaca de platea, en primera fila.
Las gigantescas nubes de arena no tardaron en abatirse sobre ellos. El viento silbaba de una manera ensordecedora a su alrededor y la arena crepitaba de un modo seguido al golpear las paredes del “Weaver”. La luz se hizo amarillenta y mortecina, como de crepúsculo, a pesar de que eran las once de la mañana. La visibilidad se redujo hasta tal punto, que Smith sólo podía distinguir a un par de metros frente al vehículo y terminó por detenerlo completamente, para no caer al fondo del canal, que se extendía a un centenar de metros a su izquierda.
—Es peor que el peor “smog” londinense —musitó DuPont.
Los vehículos estuvieron detenidos dos horas a causa de la tempestad. Cuando la atmósfera se aclaró, el “Weaver” se hallaba medio enterrado en la arena, que por uno de sus lados ascendía en suave declive hasta el techo. Smith probó de ponerlo en marcha, pero la tracción de oruga no consiguió desatascarlo, pese a los repetidos intentos que hizo.
—Tenemos toneladas de arena encima —dijo Smith—. Hay que tomar las palas y salir afuera.
Por suerte, la compuerta estanca se abría en el lado que miraba al canal, relativamente libre de arena.
A los pocos instantes se hallaban los cuatro en el exterior, enfundados en sus trajes del espacio y manejando activamente la pala para librar al vehículo de la arena rojiza que lo cubría. Vieron que los del otro “Weaver” hacían lo propio, así como Whittaker y Adams, que se esforzaban por desenterrar a los dos tractores. Moravia y el jeep no se veían por parte alguna.
El profesor Palmer se acercó a Jorge y, pegando su casco al suyo, gritó:
—¡Hay que ir a ver qué ha sido de Moravia!
Jorge, Marga y el profesor se dirigieron al frente de la caravana de vehículos, pasaron junto al Ferguson de Whittaker, quien se hallaba muy atareado con la pala, y continuaron adelante.
Jorge señaló con su mano enguantada una pequeña duna arenosa.
Sin pronunciar palabra, los tres se acercaron a ella y Jorge introdujo su pala en la arena, hasta topar con un objeto duro y metálico.
Hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y los tres se pusieron a excavar con denuedo.
A los pocos instantes aparecía la parte superior del jeep estanco. Por la portilla circular una cara los miraba sonriente, un rostro de facciones atezadas y que exhibía dos perfectas hileras de dientes blancos.
—¡Nuestro primer descubrimiento arqueológico! —gritó Marga juntando su casco con el de Jorge—. ¡Un arqueólogo enterrado!
Después de un buen rato de trabajo, que los dejó a los tres jadeantes y sudorosos —Whittaker se les había unido después de limpiar al tractor de arena— el jeep de Moravia estuvo totalmente desenterrado y en disposición de continuar la marcha.
Pero era ya la hora del almuerzo y como todos se hallaban agotados por el ejercicio realizado, el profesor Palmer ordenó un descanso de dos horas. Todos almorzaron encerrados en sus respectivos vehículos. Pasada la tempestad de arena, el cielo era radiante, de un azul desvaído y, a pesar de que era mediodía, se distinguían algunas estrellas y el pequeño disco de Fobos, que cruzaba rápida mente el cielo de Oeste a Este, contrariamente al movimiento de todos los cuerpos celestes naturales.
Por último penetraron en el Peneus, al un décimo día de marcha. Los llamados “oasis” marcianos eran extensiones cenagosas, por las que los vehículos tenían que avanzar con precaución, buscando zonas de terreno sólido en las que no hubiese riesgo de hundirse ni atascarse. Más avanzada la estación, durante el breve verano marciano, el paraje aún se hubiera hecho más intransitable a causa de la fusión de los hielos que moteaban por doquier el paisaje. Pero aún faltaban tres semanas para que aquello ocurriese.
Al tercer día de marcha por las desoladas llanuras del Peneus, los expedicionarios penetraron en terreno más sólido y seco, y que parecía ascender ligeramente. El ascenso, imperceptible al principio, se fue acentuando, hasta que por último los vehículos corrieron libremente por una altiplanicie reseca y polvorienta, que se extendía hasta perderse de vista. Aquella noche acamparon allí —si es que al sólo hecho de detenerse podía llamársele acampar— y, después de consultar las cartas y tomar la posición, el profesor Palmer comunicó por radio a sus compañeros de los distintos vehículos que estaban muy cerca del punto desde el cual la expedición británica comunicó su última posición antes de desaparecer misteriosamente.
Marga, aquella noche, no podía conciliar el sueño, tendida en la estrecha litera del “Weaver”. Cuando por fin se durmió, tuvo un sueño lleno de sobresaltos y pesadillas, por el que desfilaban extraños monstruos, marcianos altos de tres metros, con seis brazos y un solo ojo ciclópeo y deformes criaturas que se arrastraban abriendo enormes bocas amenazadoras provistas de numerosas hileras de dientes.
Cuando despertó, tenía una ligera jaqueca, la lengua pastosa y las ideas confusas. Refirió sus sueños a Jorge y éste, sonriendo, le respondió que los tiempos de la Fantasía Científica ya habían pasado. Acto seguido le hizo tomar una tableta calmante.
La expedición reanudó la marcha y a media mañana, avanzando siempre rumbo al Sur, vieron a lo lejos lo que parecía un ligero otero o eminencia del terreno. Al irse acercando a ella vieron que se trataba de una colina rocosa en uno de cuyos flancos, orientada al nordeste, se abría la boca de una inmensa caverna... una arcada regular de por lo menos doscientos metros de luz. En su lado derecho, cuidadosamente alineados, había cinco vehículos: tres coches de un tipo parecido al “Weaver”, un tractor con ruedas de oruga y un jeep.
Moravia fue el primero en apearse de su vehículo y, provisto de su traje del espacio, se acercó a examinar el extraño hallazgo. Los vehículos tenían el aspecto de haber estado abandonados mucho tiempo; junto a sus ruedas se apilaba la arena transportada por el viento y una espesa capa de polvo los cubría. Moravia les dio la vuelta, atisbando en su interior después de limpiar de polvo con su mano enguantada las ventanillas de lucita transparente.
Por la radio de su traje comunicó:
—No hay nadie. Están abandonados desde hace mucho tiempo. Los neumáticos del jeep se han deshinchado.
Todos le oyeron, pues tenían la frecuencia de sus radios individuales conectada con la de Moravia. A los pocos instantes estaban todos reunidos a la puerta de la caverna, oteando su oscuro interior.
—Vamos a buscar lámparas y entremos —dijo la voz de Moravia—, Hay que explorar la caverna.
Uniendo la acción a la palabra, dio media vuelta para dirigirse al jeep.
—Espera —le dijo Jorge, poniéndole la mano en el brazo—. Pensemos bien lo que vamos a hacer.
Todos le miraron. El profesor Palmer le preguntó:
—¿Crees que no es prudente entrar, Jorge?
—Exactamente, profesor —repuso Jorge—. No lo digo por miedo, sino por prudencia. —Señaló con el índice a los coches abandonados de la expedición británica—. Miren esos vehículos. Sus ocupantes tuvieron probablemente la misma reacción que Moravia: proveerse de lámparas y entrar a explorar la caverna. No salieron de ella jamás.
Un pesado silencio siguió a las palabras de Jorge.
Moravia, nervioso, observó:
—¿Qué hay que hacer, pues? ¿Renunciar a explorarla?
—No —repuso Jorge—. Unicamente, hacer las cosas con calma y utilizando la cabeza para pensar y no únicamente como sostén del casco. “Algo” desconocido y probablemente muy peligroso espera ahí dentro. Puede ser algo de lo que no tengamos ni siquiera idea. Si penetramos todos juntos e irreflexivamente en ese antro, probablemente nuestros vehículos quedarán ahí fuera haciendo compañía para siempre a los de la expedición británica. Por lo tanto, profesor Palmer, le propongo lo siguiente: en primer lugar, vamos a dividir nuestras fuerzas. Penetrará en la caverna un grupo para explorarla, formado por voluntarios. Yo me ofrezco para dirigirlo, si a usted le parece bien, en compañía de Moravia. Otro grupo se quedará fuera a esperar. Ambos grupos estarán unidos por las radios portátiles. Como no podemos arriesgarnos a perder el jefe de la expedición, el profesor Palmer se quedará fuera, esperando. En segundo lugar —y esto es lo más importante, en mi opinión— no entraremos a pie, sino utilizando un par de vehículos... el jeep y uno de los tractores, por ejemplo. De este modo estaremos más protegidos contra los peligros desconocidos que nos aguardan en el interior. ¿Qué le parece, profesor Palmer?
—Me parece bien —repuso el arqueólogo—. Pero a mí también me gustaría ser de la partida.
Jorge movió negativamente la cabeza dentro del casco transparente de su escafandra.
—No, profesor. Es mejor que usted se quede aquí. Creo que mis compañeros opinarán igual que yo.
Los demás hicieron gestos de asentimiento.
—En ese caso, me inclino ante la mayoría —dijo el profesor Palmer.
—En cambio, a mí no puedes rechazarme, Jorge —dijo Marga—. Yo quiero compartir tu suerte. Y te ruego que no trates de disuadirme, porque no lo conseguirás.
—Pero Marga, tú... —empezó a decir el profesor Palmer.
—Es inútil, profesor. Si le ocurre algo a Jorge, yo tengo que estar a su lado. Prefiero esto al dolor inenarrable de esperarlo en vano aquí fuera, suponiendo que las cosas fueran mal. Yo iré con ellos.
—Gracias, Marga —dijo Jorge, sonriendo.
Penetraron en la caverna el jeep, con Moravia y DuPont, un tractor Ferguson con Marga, Jorge y Whittaker al volante, y el otro tractor con Adams y Mr. Heathfield de acompañante. Quedaron fuera, a la entrada de la caverna, el profesor Palmer, el mecánico Reeves, McLaughlin, Smith y el camarero Fernández. Esta distribución fue impuesta en cierto modo por el profesor Palmer, que no deseaba quedarse sin conductor ni mecánico para un caso de emergencia.
En el centro de la inmensa arcada abierta en las paredes de roca de la colina se abría la boca de una caverna más pequeña, que tendría unos setenta y cinco metros de diámetro. Por ella penetraron los vehículos, con los faros encendidos, que rasgaban las tinieblas seculares de aquel lugar amedrentador. Inmediatamente comprobaron que la caverna no era una obra natural, pues su piso era liso y uniforme y descendía en un suave declive hacia las entrañas de la tierra, formando una amplia calzada por la que podían avanzar todos los vehículos de frente y aún quedaba lugar para diez más.
Tras recorrer así dos centenares de metros, llegaron a una inmensa plaza rodeada de extrañas construcciones pétreas. Un mundo fantástico de torres, alminares y agujas que se perdían en las sombras los rodeaba. Estaban en un mundo muerto, la capital fantasma de una fenecida civilización, tragada por las arenas del Tiempo hacía incontables siglos. Jorge asestó en todas direcciones el faro piloto del jeep, descubriendo siempre el mismo espectáculo: atrevidas construcciones de piedra y de un material mate que de momento no pudo identificar, pasadizos colgantes, macizos templos de un estilo hierático que recordaba al egipcio, bajas mastabas de puerta trapezoidal... y sobre todo ello la luz eléctrica hacía bailotear extrañas y fantásticas sombras, poblando aquellos restos del pasado con una vida efímera y espectral.
Sobrecogidos, Marga, Jorge y Whittaker contemplaba el espectáculo.
—¡Vaya! —exclamó Whittaker, apoyándose en el volante del jeep—. ¡La ciudad marciana!
—¿Seguimos, Whittaker? —dijo Jorge.
—Sí, seguimos —dijo el conductor, accionando el cambio de marchas del jeep. Este arrancó suavemente y Jorge señaló con el dedo:
—Por esa avenida.
Avanzaron por una extraña avenida bordeada de grifos alados, seguidos por los tractores. La avenida formaba un recodo a cincuenta metros de la plaza. Cuando el jeep lo dobló, sus faros iluminaron de pronto algo en movimiento. La avenida continuaba en una gran distancia y en el fondo de ella algo se movía... una masa grisácea, indistinta, que avanzaba rápidamente hacia ellos extendiéndose por el suelo, como una ola sucia.
Whittaker paró el jeep y los tres contemplaron en silencio el sorprendente espectáculo. A su lado, los dos tractores también se habían detenido. La masa grisácea avanzaba hacia ellos con una velocidad increíble y los faros pronto iluminaron multitud de formas grises que corrían velozmente sobre seis patas... Eran ratas monstruosas, ratas marcianas, grandes como un perro, que avanzaban con sus tres hileras de colmillos desnudos y brillando amenazadores bajo la luz de los faros.
El jeep tembló bajo la acometida de la primera masa de asaltantes. Las espantosas criaturas treparon por los costados del vehículo, saltaron sobre el techo, arañaron el parabrisas de lucita, clavaron sus colmillos en el durísimo caucho de los neumáticos y se amontonaron sobre el motor. La segunda oleada trepó sobre la primera y pronto el jeep estuvo cubierto materialmente de cuerpos grisáceos y peludos que se debatían y caían, lanzando roncos chillidos. Whittaker embragó e hizo avanzar el vehículo, aplastando docenas de ratas.
—Regresemos —le dijo Jorge—. Ahora ya está claro lo que acabó con los desgraciados miembros de la expedición británica.
—¡Jorge! —gritó Marga—, asiendo convulsivamente a su esposo por una muñeca.
—No te alarmes, Marga. Aquí estamos seguros. El jeep es blindado y esos animales no pueden atacarnos.
—¡No es eso, Jorge! —dijo desesperada Marga—. ¡Estoy en comunicación telepática con la Tierra y con Rizal! Desde el Instituto, Arturo Lloverás me comunica que ha estallado una revolución de alcance mundial contra los “technicus” y, desde Marstown, Rizal me dice que los grupos “anti-technicus” de Marte y Venus se han echado también a la calle, intentando apoderarse del gobierno. En estos momentos, se lucha desesperadamente en la Tierra, Venus y Marte. Nuestro deber es ir a luchar también.
Whittaker los miró, extrañado.
—¿Es verdad eso, señora?
—Absolutamente —repuso Marga—. Además, Rizal me dice que ha sido nombrado asesor del gobernador Clarke, y que se encarga de organizar a todos los “technicus” de Marte para coordinar sus esfuerzos con los de la policía y tropas afectas al gobernador. ¡Tenemos que regresar inmediatamente a Marstown, Jorge.
—¿Y de la Tierra, qué te dice Arturo? —preguntó Jorge.
—No gran cosa... Sólo que los grupos neo-nazis se han hecho los dueños del poder en la Europa Central, y que la rebelión se extiende a Africa y al continente americano... en Atlanta la situación es muy tensa. Dice que seguirá en contacto constante con nosotros, para informarnos, y nos ordena que nos unamos a Rizal.
Entre tanto, el jeep se abría paso entre una masa apretada de ratas, que trataban de impedir su avance. Los dos tractores también habían dado media vuela y regresaban hacia la plaza, aplastando las ratas por centenares. Los inmundos bichos los siguieron durante un centenar de metros y entonces, dándose cuenta de que sus esfuerzos se estrellaban contra las impenetrables paredes de acero de los vehículos terrestres, fueron abandonando poco a poco el acoso.
—Habrá que procurarse un ejemplar —dijo Jorge.
—¿Para qué, —preguntó Whittaker.
—Para estudiar su metabolismo. Es sorprendente que estos animales puedan vivir aquí en cantidades tan grandes... sin una aparente fuente de alimentos.
—¿Quiere una de esas ratas? —preguntó Whittaker—. Espere un momento, y la tendrá. ¿Viva o muerta?
—Muerta, pero entera —contestó Jorge.
—Se la traeré viva.
Whittaker, ni corto ni perezoso, se colocó de nuevo el casco globular, que he había quitado para conducir el jeep y, acercándose al pequeño “sas” adosado junto a la puerta del coche, se introdujo en él, cerrando la escotilla del lado interno y abriendo luego la exterior.
A los dos segundos se encontraba de pie junto al vehículo, sosteniendo una pistola paralizadora en la mano. Varias ratas rezagadas se lanzaron sobre él, pero Whittaker las tumbó fácilmente con sendos disparos de su arma. Luego, inclinándose recogió uno de los animales paralizados, regresó a la escotilla y a los pocos momentos sujetaba el velludo cuerpo sobre el motor del jeep, utilizando una cuerda que había tomado previamente. Acto seguido penetró en el vehículo, se quitó el casco, y, poniéndose al volante, dijo:
—Ya podemos continuar.
A los pocos momentos los tres vehículos reaparecían por la boca de la caverna.
El profesor Palmer y los que esperaban frente a ella habían seguido por la radio las incidencias de la exploración. Cuando los vehículos salieron al exterior, con las ruedas manchadas de sangre procedente de los millares de ratas aplastadas, todos corrieron a su encuentro. A los pocos instantes, un pensativo grupo contemplaba la gigantesca rata apresada por Whittaker.
—Es la rata común marciana —dijo Jorge— pero de un tamaño gigantesco... probablemente el resultado de una mutación.
—Una rata “technicus” —dijo Reeves.
El profesor Palmer le dirigió una severa mirada.
—Déjese de bromas, Reeves. Esto es muy serio —le amonestó.
Jorge, sin hacer caso del comentario, se inclinó sobre la rata para examinar su dentadura.
—Observen estos dientes —dijo—. Parecen pequeñas palas... Esto puede darnos un indicio acerca de las costumbres alimenticias del animal. Tráeme los instrumentos quirúrgicos, Marga.
A los pocos instantes Jorge había efectuado la disección de la rata y, levantándose, comunicó sus resultados al profesor:
—Lo que ya sospechaba. Nos hallamos en presencia de un “comedor de tierra”. Me dio el primer indicio de ello la extraña configuración de su dentadura.
—¿Esta rata come tierra? —preguntó Moravia, estupefacto—. Pero...
—En su estómago he encontrado una cantidad apreciable de tierra, medio digerida. Recuerden ustedes que la tierra de Marte es muy rica en sustancias minerales. Probablemente el metabolismo de estas ratas se basa en ellas. En cuanto a los óxidos de sílice y de hierro, sin duda los asimila perfectamente, fijando el oxígeno de manera directa en la hemoglobina de la sangre, para compensar la falta de oxígeno atmosférico. No son más que presunciones, pero estoy casi seguro de que son ciertas, pues es imposible que en esa caverna exista alimento orgánico en cantidad suficiente para los millones de ratas que la habitan. Nos hallamos ante un ejemplo más
de la adaptación al medio, que es una de las normas de la Evolución. Cuando se terminó el alimento orgánico en la superficie de Marte, esas ratas, para subsistir se adaptaron a las nuevas circunstancias, tomando directamente su sustento de la tierra. Eso no quiere decir, empero —añadió sonriendo— que desdeñen una buena ración de proteínas, cuando se les presenta ocasión de hincar el diente en un ser vivo... Aunque sólo sea por atavismo. De no ser por el blindaje de nuestros vehículos, hoy todos nosotros nos hubiéramos convertido en una agradable variación para la monótona dieta de estos simpáticos animalitos.
—Profesor Palmer —dijo Marga—. Jorge y yo tenemos que regresar inmediatamente a Marstown. Ha estallado una sublevación contra los “technicus”... y he recibido un aviso telepático reclamando nuestra presencia.
El profesor la miró en silencio unos momentos.
—Regresaremos todos, Marga —contestó—. Aquí no podemos hacer nada antes de limpiar el lugar de esos asquerosos bichos. Tengo que regresar a la Misión y pedir equipos especiales a Marstown para acabar con esa plaga. Sólo entonces podremos explorar la ciudad marciana y penetrar en sus casas. A propósito —dijo, volviéndose a Heathfield—. ¿Ha tomado usted fotografías desde el tractor?
El interpelado asintió.
—Varios rollos. Espero que habrán quedado bien.
—Perfectamente —repuso Palmer—. Les diré lo que vamos a hacer: como el día ya está muy avanzado, hoy acamparemos aquí, para emprender el regreso mañana ai amanecer. De este modo no habrá necesidad de dividir la expedición.
Alrededor de las tres y media de la madrugada, Marga se despertó con sobresalto.
Inmediatamente percibió unas voces apagadas. El “Weaver” se hallaba sumido en una oscuridad casi completa, pues por sus portillas sólo penetraba la débil claridad de las estrellas y la que esparcía el disco de Fobos, muy bajo en el horizonte oriental. Junto a una de las ventanillas cuadradas del vehículo, Marga observó las siluetas de Jorge, Smith y DuPont, que parecían observar algo en el exterior.
De pronto, Jorge susurró:
—¡Pronto! ¡Hay que ir a separarlos!
Los ¡tres se apartaron de la ventanilla y Marga vio que se vestían apresuradamente los trajes del espacio.
—¿Qué ocurre, Jorge? —preguntó Marga, incorporándose a medias en la litera.
Jorge, con una pierna enfundada hasta la rodilla en la pernera del traje del espacio, se volvió hacia ella, tratando de sostenerse Sin perder el equilibrio.
—Perdona, Marga, pero ahora no tengo tiempo. Mira tú misma lo que ocurre ahí fuera.
Y continuó vistiéndose el traje con toda prisa.
Marga se levantó y se acercó a la ventanilla. La desolada meseta marciana, que parecía irradiar una lechosa claridad, se perdía a lo lejos, bajo la bóveda nocturna, en la que se arracimaban las estrellas, diez veces más abundantes en el cielo marciano que en el firmamento terrestre. A unos tres metros del vehículo, dos figuras enfundadas en sendos trajes del espacio se revolcaban sobre el terreno polvoriento, en una lucha despiadada.
Jorge, Smith y DuPont salieron al exterior por este orden y pronto separaron a los dos contendientes. Entretanto, Marga había llamado por la radio del coche a los demás vehículos. A los pocos instantes todos los miembros de la expedición se hallaban reunidos, aturdidos y soñolientos, en torno a Heathfield y Fernández, bien sujetos por Jorge, Whittaker, Smith y DuPont.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó el profesor Palmer.
—Estos dos hombres estaban luchando frente a nuestro “Weaver” —repuso Jorge, señalando a Heathfield y al camarero “technicus”.
—¿Quiere usted explicarme qué significa esto, Mr. Heathfield? —preguntó el profesor Palmer al ingeniero electrónico por la radio de su traje.
—Primero que me suelten esos —repuso Heathfield por el mismo medio.
—Suéltenlo —ordenó el profesor Palmer.
—Ese individuo —dijo Heathfield, con semblante contraído y señalando a Fernández— salió sigilosamente de nuestro “Weaver” para acercarse a éste, con la intención de abrir la escotilla de emergencia y asfixiar a sus ocupantes.
—¡Mentira! —gritó Fernández, desasiéndose de los que lo sujetaban—. Fue él quien lo hizo, profesor Palmer. Yo soy “technicus” y poseo el sentido de la premonición. Así, me desperté de pronto con la sensación de que iba a ocurrir algo grave y entonces vi salir sigilosamente a Heathfield de nuestro vehículo. Me extrañó que saliese a esa hora tan intempestiva y decidí seguirlo, sin despertar a los demás por si sólo se tratase de una alarma injustificada. Sin que él se diese cuenta lo seguí y vi que se acercaba a este vehículo. Cuando observé que empezaba a manipular en la cerradura exterior de la salida de emergencia —que como ustedes saben no tiene doble compuerta—, me abalancé sobre él y empezamos a luchar. Luego vinieron estos caballeros y nos separaron. Esto es todo.
—Muy hábil, pero falso —dijo Heathfield—. ¿Me cree usted capaz de semejante barbaridad, profesor Palmer? El verdadero culpable es él y ahora ese criminal trata de hacerme cargar a mí con la culpa.
El profesor Palmer los miró severamente.
—En la Misión no tenemos detector de mentiras, pero en Marstown hay uno—dijo—. Antes de que pueda someterles a ustedes al detector, se considerarán detenidos bajo mi autoridad.
—¡Profesor, protesto! —gritó acaloradamente Heathfield—, Le doy mi palabra que...
—Cállese —lo atajó secamente el profesor—. En los dos tractores estarán un poco más estrechos, pero hasta que regresemos a la Misión se alojarán ustedes en ellos, uno en cada vehículo. De este modo tendrán dos hombres en cada tractor para vigilarlos.
Por el horizonte oriental acababa de ocultarse en aquellos instantes Fobos, el planetoide artificial construido por la raza que edificó en siglos pretéritos la ciudad abandonada...
El primer avión estratosférico que haría escala en la Misión Arqueológica era un Supercaravelle procedente de la Thaumasia. En él regresarían a Manstown Marga y Jorge. En el mismo aparato viajarían Heathfield y Fernández, custodiados por Whittaker y Adams. Al enterarse de la sublevación de los elementos “anti-technicus”, Richardson, el ayudante del profesor Palmer, que era también “technicus”, solicitó acompañar a Marga y Jorge, permiso que le fue concedido por el profesor.
Entre tanto, la vida en la Misión seguía desarrollándose normalmente en apariencia. Heathfield y Fernández hacían su vida habitual, después de prometer al profesor Palmer que se portarían debidamente y no pelearían. Ambos se mantenían en sus trece y cada cual presentaba idéntica versión de los hechos, acusando al otro de ser el culpable.
Cuando faltaban un par de horas para la llegada del avión de línea, sonaron unos golpes apremiantes a la puerta del despacho del profesor Palmer.
Este se hallaba sentado a su mesa de trabajo, examinando varias ampliaciones de las fotografías tomadas por Heathfield en la ciudad marciana. Marga, Jorge, Moravia y Adams, de pie detrás del profesor, contemplaban con éste las fotografías.
—Adelante —dijo el profesor.
La puerta se abrió y en el umbral apareció Fernández, el camarero.
—¿Qué desea usted? —le preguntó el profesor de mal talante.
—Es algo muy urgente, profesor —dijo Fernández—. Heathfield ha huido, después de prepararlo todo para que la Misión vuele por los aires.
El profesor se levantó vivamente.
—¿Qué está usted diciendo?
—He mantenido una atenta vigilancia sobre Heathfield. Lo único que lamento es que, debido a mi trabajo en el comedor, he estado cosa de una hora y media —tal vez más— sin vigilar sus movimientos y precisamente ese ha sido el momento que él ha aprovechado para prepararlo todo y huir.
—¿Pero qué ha preparado, hombre de Dios? —gritó el profesor Palmer, descompuesto—. ¿Quiere dejarse de rodeos e ir directamente al grano?
—Ha conectado una máquina infernal con la compuerta de salida de este edificio, de manera que así que alguien la abra, toda la Misión saltará hecha pedazos.
—¿Y cómo ha salido él —preguntó Moravia, incrédulo.
—Por una de las salidas de emergencia posteriores —repuso Fernández—. Luego ha tomado el jeep y en estos momentos —sus ojos miraron a lo alto, con expresión ausente— está cruzando el desierto en dirección al Trivium Charontis, con la intención de llegar a Marstown.
—No lo conseguirá nunca —observó Adams—. Esa ruta es muy traicionera.
—Probablemente se ha llevado una buena cantidad de provisiones de boca y agua —añadió el camarero—. Pero ante todo, profesor, hay que desconectar ese aparato infernal. Gracias a mi percepción extrasensorial, veo dónde está oculto y los hilos que hay que desconectar para hacerlo inofensivo.
Con el ceño fruncido, el profesor Palmer se apartó de la mesa, seguido por sus colaboradores.
—Vamos —dijo al camarero.
Todos se dirigieron hacia el vestíbulo de acceso a la Misión y allí el camarero les indicó un hilo casi invisible que, partiendo de la compuerta estanca, pasaba muy cerca del suelo, entre los tubos de energía eléctrica y aire comprimido.
—Un cortaplumas bastará —dijo Fernández—. ¿Puede alguno de ustedes prestármelo?
Adams le tendió un cortaplumas y Fernández desconectó el hilo conductor, cuyos dos extremos pendieron sobre el suelo.
—Ahora ya no hay peligro —dijo—. El artefacto estaba regulado para dentro de media hora. Teníamos tiempo, pero más vale haberlo hecho cuanto antes.
Luego los condujo al lugar donde estaba escondido el potente artefacto: una de las amplias tuberías del sistema de aire acondicionado del pasillo. Heathfield lo había puesto allí después de quitar una de las rejillas del techo y colocarla de nuevo en su lugar una vez realizada la operación.
El profesor Palmer contemplaba perplejo a Fernández.
—La verdad, no sé qué pensar —comentó, acariciándose la barbilla. Volviéndose a Adams, le ordenó—: Averigüe usted si es verdad que. Heathfield ha huido, llevándose un jeep.
Heathfield, efectivamente, había huido. Adams propuso que saliesen a perseguirlo en otro vehículo de la Misión, pero el ingeniero electrónico ya les llevaba mucha ventaja y las perspectivas de alcanzarlo eran inciertas. Por lo tanto, el profesor Palmer ordenó que no se lo persiguiese.
—De todos modos, Marte acabará con él —comentó Adams—. No llegará nunca a Marstown.
A los pocos instantes el Supercaravelle aterrizaba en la pista de la Misión, para recoger los que iban a trasladarse a Marstown. En el interior del aparato les esperaba una agradable sorpresa: Hjalmar Björnson.
—Recibí una llamada telepática de Rizal —les explicó el larguirucho sueco— diciéndome que todos los “technicus” teníamos que ir a Marstown para arrimar el hombro, pues por lo visto van a bofetada limpia por las calles de la ciudad.
Marga y Jorge presentaron Bjórnson a sus compañeros Richardson, Whittaker y Fernández. El profesor Palmer, pese a lo sucedido había insistido en que el camarero fuese a Marstown, para someterse al detector de mentiras, que disiparía las últimas dudas que aún pudiesen restar sobre su inocencia.
A los pocos instantes, todos se hallaban en vuelo hacia la capital de Marte, desgarrada por un verdadero principio de guerra civil.